miércoles, 22 de febrero de 2012

El burro que envidiaba al perrito.

     Hablando otra vez el conde Lucanor con Patronio, su consejero, díjole así:

     - Patronio, uno de mis nuevos criados me ha preguntado si podría infiltrarse, sin invitación, en una fiesta a la que acudiré esta noche, que es exclusivamente para gente de alto rango. Él me ha dicho que desea con todas sus fuerzas unirse a nuestra vida de ricos, con todo lo bueno que esto supone: ¿debería yo acompañarle para que le dejen pasar y pueda disfrutar de esta buena vida?.
     - Señor conde Lucanor, no le recomiendo yo a su amigo entrar en este mundo tan ajeno y lejano al suyo. Podría acabar este experimento, o si no, mire lo que le ocurrió a un burrito en cierta fábula.
     - ¿Que le ocurrió?.
     - Señor Conde, - comenzó Patronio - estaba un burrito en su establo, y veía todos los días como su amo y sus amigos, le daban cariño a un perrillo muy bonito. Le aplaudían al ponerse en pie, al darle besitos a la dueña ... y lo premiaban también dándole comida de personas, acariciándolo y correspondiéndole  el amor que el cachorro demostraba con sus actos.
     El pobre burrito quería también ese amor del cual, según su forma de pensar, era aún más merecedor que el perrito, pues él cargaba la leña que usaban para darse calor y la harina con la que cocinaban, y esto era más importante que cualquier cosa que pudiera hacer ese cachorrito. Entonces fue cuando decidió que iba a jugar con su dueña, se pondría a dos pies ... todo lo que hacía ese perrito, con la idea de que recibiría más cariño que él.
     Salió del establo, totalmente convencido de que le iban a colmar de caricias y carantoñas. Rebuznando bien alto se acercó a la sala donde su dueña se encentraba, preparado para darle mucho cariño. Así que se puso a dos patas y colocó sus patas delanteras sobre los hombros de su ama. Ella empezó a gritar por miedo, asustada de aquel enorme animal que tenía apoyado en sus brazos. Poco después, llegaron los criados de la dueña y apartaron al burro de encima de su señora.
     El burro, impresionado y asustado, fue apaleado por los collazos. Sintió un gran dolor el pobre animal, pues hasta rompieron estacas y palos pegándole. Y allí quedó el burro, tirado en el campo, intentando resistir con todas sus fuerzas y evitar su muerte; pero no lo consiguió.
     Vos, señor Conde Lucanor, debeis ver que es mejor que cada uno se resigne a su vida, y no intente hacer cosas que parezcan imposibles. Así que aconsejadle a ese joven, que no acuda a esa fiesta si no desea acabar como este burrito.
     Al conde le encantó la fábula, y se convenció de no dejar ir a su criado a dicha fiesta.

Harry Potter y la piedra filosofal.

     Platos de comida volando por el comedor. Fantasmas hablando con los alumnos en todos los pasillos y rincones de aquella habitación en la cual la normalidad a la que yo estaba acostumbrado, brillaba por su ausencia. Toda aquella magia que me rodeaba, los chicos y chicas jugando con sus varitas mágicas y comentando lo nerviosos que estaban por saber cuál sería la casa que el sombrero les asignaría (preocupación que no terminaba de entender, ¿como iba un sombrero a asignarte una casa?). Miré a mi alrededor y pensé que, ese comedor era lo más grande y majestuoso que había visto en mi vida; ese pensamiento me llevó a repasar los sucesos que, en apenas una semana, habían cambiado mi vida.
     Fue una tarde de septiembre, mi primo Duddy cumplía años y, para celebrarlo, fuimos al zoo. Yo fui porque, debido a un trágico accidente, vivía con ellos. Este hecho les daba derecho a tratarme como a una asistenta, pero con desprecio. Al llegar al zoo, en la zona de reptiles, había una serpiente que, particularmente, me llamó la atención y, no se por qué, le hablé. Pero lo que yo no esperaba de ninguna manera, era que me respondiese y empezara a moverse. En cuanto esto ocurrió, mi primo vino corriendo y me tiró al suelo, impresionado por la serpiente. Yo deseé de todo corazón que recibiera un escarmiento y me quedé mirándole fijamente. Entonces, el cristal del espacio de la serpiente desapareció, ¡y no exagero! Mi primo cayó dentro y la serpiente salió, pero cuando Duddy intentó hacerlo, el cristal se encontraba allí de nuevo inexplicablemente. Mis tíos empezaron a gritarme "¡Harry! ¿Qué has hecho? ¡Eres un mal primo! ¡Un mal amigo!" y cosas de ese estilo. Cuando llegamos a casa, mi tío me agarró del brazo y me amenazó con que, si volvía a hacer un jueguecito mágico de los míos, me echaría de casa. Entonces no entendí a que se refería con "jueguecitos mágicos de los míos".
     A partir de ese día, empezaron a llegarme cartas y cartas traídas por lechuzas. Tenían un sello extraño, pero mis tíos las quemaban y me prohibían leerlas. Tal fue el acoso, que decidieron que nos marchásemos a una torre en medio del mar, aislada de posibles lechuzas. Una de las noches que pasamos allí, que por cierto era mi cumpleaños, aunque nadie me hubiera felicitado; un hombre enorme, alto y corpulento, apareció en el salón, donde yo dormía, tras haber derribado la puerta principal. Preguntó por Harry, por lo que yo me asusté  notablemente. Mis tíos y mi primo bajaron con gran rapidez, mi tío con escopeta en mano, lo cual fue inútil, pues el hombre la rompió con una sola mano. Volvió a preguntar por mí y, en un acto de valentía, me identifiqué como Harry, Harry Potter. Entonces me miró con unos ojos alegres que resaltaban en su cara. Me sonrió y me dio una carta, "Toma, es para ti", me dijo en tono alegre. Esa carta contenía el siguiente texto; entre otros detalles:

     "Sr. Harry Potter, ha sido usted admitido en la escuela Hoghwarts de magia y hechicería. Esperamos que acepte nuestra admisión".

     Me quedé atónito, Miré al enorme hombre y le dije que se había equivocado, que yo no era ningún mago, ni nada por el estilo. Él, antes de nada, dijo que se llamaba Haggrid, y luego me contó que sí que era un mago y que teníados opciones: acompañarle y asistir a Hoghwarts, o quedarme con mis tíos, donde tan bien me trataban. Como era de esperar, cogí lo esencial y me fui con Haggrid, que no me asustaba debido a que, en su mirada, demostraba cariño y me resultaba familiar.
     Al día siguiente, fuimos a comprar lo necesario para mi nuevo años escolar. ¡Hasta compré mi propia varita!. Y ocurrió algo inesperado; al final del día Haggrid me obsequió con una lechuza, la cual sería mi mascota en Hoghwarts, y me dijo que era mi regalo de cumpleaños. Cada vez me iba cayendo mejor. Otra cosa que me sorprendió, era que todo el mundo conocía mi nombre ... pero Haggrid decidió que me lo explicaría en otro momento.
     Dos días después, subí al tren que me llevaría a mi nueva escuela, en el andén 9 y 3/4, al que había de acceder ... ¡atravesando una columna! Increíble. En el tren conocí a Ron y a Hermione, dos jóvenes muy simpáticos con los que establecí amistad al momento.
     Una hora más tarde, llegamos a Hoghwarts, dejamos nuestras cosas y nos dirigimos al comedor, Deseaba ansioso conocer lo que me prepararía el destino para esa noche.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

CAPERUCITA ROJA

   Hambre. Estaba muerto de hambre. Llevaba dos días sin comer y un lobo no está acostumbrado a estar tanto tiempo en ayuno, y menos aún, un lobo tan fuerte y varonil como yo. Vagaba yo sin rumbo por el bosque buscando algún conejo, algún ciervo, algún zorro, ¡algo de comer!, pero nada, ni un simple movimiento que delatase la posición de alguno de estos deliociosos manjares de los cuales me urgía disfrutar.
   Ya me había resignado a mi hambriento destino, cuando una niña alegre y pequeña, con una cesta en la mano, caminaba saltando y cantando por el medio del bosque. Era mi oportunidad. La comida más suculenta delante de mí, sin haberla esperado siquiera. Decidí preguntarle a dónde iba, por si acaso iba a reunirse con alguien y así pasaría a darme un doble festín.
   - Hola, presiosa niñita - dije con aparente amabilidad.
   - Hola, ¿quién es usted? - preguntó temerosa y dubitativa.
   - Soy el lobo guardián del bosque y me encargo de asegurarme del destino de todos los que pasan por el bosque, ¿a donde te diriges? - mentí con descaro.
   - Um... - dudó - a casa de mi abuelita, a llevarle esta comida - dijo señalando la cesta - su casa esta en el valle norte del bosque - añadió.
   - Oh! yo se un atajo por el cual se llega mucho antes a ese valle; debes tomar ese camino de ahí y luego seguirlo hasta llegar al valle - le indiqué.
   - Muchas gracias Sr. Lobo, que pase usted un buen día - se despidió la niña mientras se alejaba.
   - Igualmente - le contesté.
   Lo que esa pequeña niña no sabía, era que le había mentido: ella iría por un camino el doble de largo y yo por el atajo y cuando llegase a casa de su abuelita, yo ya habría tomado el primer plato de mi festín.
   Pasados diez minutos andando ya me encontraba en la casa de la abuelita. Entré con sigilo por una ventana abierta y sorprendí a la señora en la cama. Después de acabar tan delicioso manjar, decidí ponerme su ropa, esconder los restos y meterme en la cama de la abuelita. Justo antes de hacer esto último me miré al espejo, estaba realmente ridículo, pero me parecía muchísimo a la abuela de la niña.  Cinco minutos más tarde, la pequeña entró por la puerta con un sonoro y alegre "¡Hola abuela!, ya estoy aquí, ¿cómo te encuentras?". Luego entró en la habitación y me bombardeó a preguntas:
   - Abuela, tienes los ojos muy grandes.
   - Son, ... para verte mejor.
   - Y tus orejas, son inmensas.
   - Son para oirte mejor.
   - Y tu boca, ¡es descomunal!.
   - Es ... para ¡COMERTE MEJOR!
   Y así empecé a disfrutar del segundo plato de mi festín. Cuando acabé, salí de la casa y me encontré con un leñador que, al verme manchado de sangre (un gran descuido por mi parte), delante de la casa de la abuelita y saliendo de su interior, intuyó lo sucedido, me agarró y me tiró al suelo. Luego cogió su hacha y me abrió el estómago. Pocos instantes después mi vida acabó. Pero, por lo menos, había muerto con la tripa llena.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Recuerdos preescolares

    Recuerdo vagamente mis primeros días en el parvulario del Isaac Peral. Yo tenía mucho miedo porque ni siquiera había ido a la guardería, así que podríampos decir que era la primera vez que me separaban de mis padres durante una mañana entera. Cuando llegué, allí había un montón de niños y niñas de mi edad llorando y pataleando,agarrados fuertemente a las piernas de sus madres y gritando cosas que no alcanzaba a entender.Tantos gritos y lloros me pusieron muy nerviosa, por lo que me puse a llorar yo también. Cuando entramos en nuestra aula todos nos fuimos calmando poco a poco, gracias a que la profesora nos abrazaba y nos tranquilizaba y si eso no funcionaba y nosotros seguíamos aclamando la presencia de nuestros padres, ella cogía uno de los teléfonos de juguete de la estantería,marcaba el número que nosotros le dijéramos y hacía que hablaba por teléfono con nuestros padres, inventándose las conversaciones, aunque por supuesto nosotros no lo sabíamos. Al acabar de hablar por teléfono, nos decía que nuestros padres no podían venir a buscarnos ahora, pero que irían más tarde; entonces nosotros parábamos de llorar y al poco rato se nos olvidaba que nuestros padres iban, supuestamente, a ir a buscarnos.
  
   Estábamos dividos en dos clases. 3 años A y 3 años B; yo iba en B, con muchos de mis compañeros con los cuales voy a hora en clase. A los pocos días ya nos conocíamos todos y nos habíamos hecho amigos y pronto dejamos de llorar al entrar en clase
  
   Nunca trabajábamos mucho, siempre dibujábamos, aprendíamos a escribir o a decir todos los días de la semana o los meses con sus estaciones correpondientes, contábamos... Nuestra profesora se llamaba Manoli y nos dió clase durante nuestros 3 años de parvulario, por lo que le cogimos mucho cariño.
  
   En los recreos siempre jugábamos al escondite, al pilla-pilla, o nos inventábamos nuestras propias bodas, con curas y todo. Como teníamos media hora de recreo, a veces nos aburríamos de jugar a estas cosas, porque éramos demasiado mayores para esos juegos y decidíamos ir a clase a coger algún juguete que habíamos traído o de los que estaban ya en el aula, aunque no pudiéramos entrar mientra estábamos en el recreo. Esto último convertía el entrar en clase durante el recreo en una de las avebturas más arriesgadas que podían existir en el mundo. Siempre planificábanos cómo entrar sin que se nos viese, pero al final nos pillaban cada vez que lo intentábamos, aunque casi nunca nos castigaban. En clase éramos veinticinco, y sólo seis niñas, así que las trastadas más grandes las hacían los niños, por lo que nosotras nos librábamos con facilidad de los castigos.

   La verdad es que no recuerdo mucho más sobre el colegio hasta los cursos de primaria, pero tengo una cosa bien clara: Nos mandaban menos deberes que ahora, y teníamos que trabajar bastante menos.