miércoles, 16 de noviembre de 2011

CAPERUCITA ROJA

   Hambre. Estaba muerto de hambre. Llevaba dos días sin comer y un lobo no está acostumbrado a estar tanto tiempo en ayuno, y menos aún, un lobo tan fuerte y varonil como yo. Vagaba yo sin rumbo por el bosque buscando algún conejo, algún ciervo, algún zorro, ¡algo de comer!, pero nada, ni un simple movimiento que delatase la posición de alguno de estos deliociosos manjares de los cuales me urgía disfrutar.
   Ya me había resignado a mi hambriento destino, cuando una niña alegre y pequeña, con una cesta en la mano, caminaba saltando y cantando por el medio del bosque. Era mi oportunidad. La comida más suculenta delante de mí, sin haberla esperado siquiera. Decidí preguntarle a dónde iba, por si acaso iba a reunirse con alguien y así pasaría a darme un doble festín.
   - Hola, presiosa niñita - dije con aparente amabilidad.
   - Hola, ¿quién es usted? - preguntó temerosa y dubitativa.
   - Soy el lobo guardián del bosque y me encargo de asegurarme del destino de todos los que pasan por el bosque, ¿a donde te diriges? - mentí con descaro.
   - Um... - dudó - a casa de mi abuelita, a llevarle esta comida - dijo señalando la cesta - su casa esta en el valle norte del bosque - añadió.
   - Oh! yo se un atajo por el cual se llega mucho antes a ese valle; debes tomar ese camino de ahí y luego seguirlo hasta llegar al valle - le indiqué.
   - Muchas gracias Sr. Lobo, que pase usted un buen día - se despidió la niña mientras se alejaba.
   - Igualmente - le contesté.
   Lo que esa pequeña niña no sabía, era que le había mentido: ella iría por un camino el doble de largo y yo por el atajo y cuando llegase a casa de su abuelita, yo ya habría tomado el primer plato de mi festín.
   Pasados diez minutos andando ya me encontraba en la casa de la abuelita. Entré con sigilo por una ventana abierta y sorprendí a la señora en la cama. Después de acabar tan delicioso manjar, decidí ponerme su ropa, esconder los restos y meterme en la cama de la abuelita. Justo antes de hacer esto último me miré al espejo, estaba realmente ridículo, pero me parecía muchísimo a la abuela de la niña.  Cinco minutos más tarde, la pequeña entró por la puerta con un sonoro y alegre "¡Hola abuela!, ya estoy aquí, ¿cómo te encuentras?". Luego entró en la habitación y me bombardeó a preguntas:
   - Abuela, tienes los ojos muy grandes.
   - Son, ... para verte mejor.
   - Y tus orejas, son inmensas.
   - Son para oirte mejor.
   - Y tu boca, ¡es descomunal!.
   - Es ... para ¡COMERTE MEJOR!
   Y así empecé a disfrutar del segundo plato de mi festín. Cuando acabé, salí de la casa y me encontré con un leñador que, al verme manchado de sangre (un gran descuido por mi parte), delante de la casa de la abuelita y saliendo de su interior, intuyó lo sucedido, me agarró y me tiró al suelo. Luego cogió su hacha y me abrió el estómago. Pocos instantes después mi vida acabó. Pero, por lo menos, había muerto con la tripa llena.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Recuerdos preescolares

    Recuerdo vagamente mis primeros días en el parvulario del Isaac Peral. Yo tenía mucho miedo porque ni siquiera había ido a la guardería, así que podríampos decir que era la primera vez que me separaban de mis padres durante una mañana entera. Cuando llegué, allí había un montón de niños y niñas de mi edad llorando y pataleando,agarrados fuertemente a las piernas de sus madres y gritando cosas que no alcanzaba a entender.Tantos gritos y lloros me pusieron muy nerviosa, por lo que me puse a llorar yo también. Cuando entramos en nuestra aula todos nos fuimos calmando poco a poco, gracias a que la profesora nos abrazaba y nos tranquilizaba y si eso no funcionaba y nosotros seguíamos aclamando la presencia de nuestros padres, ella cogía uno de los teléfonos de juguete de la estantería,marcaba el número que nosotros le dijéramos y hacía que hablaba por teléfono con nuestros padres, inventándose las conversaciones, aunque por supuesto nosotros no lo sabíamos. Al acabar de hablar por teléfono, nos decía que nuestros padres no podían venir a buscarnos ahora, pero que irían más tarde; entonces nosotros parábamos de llorar y al poco rato se nos olvidaba que nuestros padres iban, supuestamente, a ir a buscarnos.
  
   Estábamos dividos en dos clases. 3 años A y 3 años B; yo iba en B, con muchos de mis compañeros con los cuales voy a hora en clase. A los pocos días ya nos conocíamos todos y nos habíamos hecho amigos y pronto dejamos de llorar al entrar en clase
  
   Nunca trabajábamos mucho, siempre dibujábamos, aprendíamos a escribir o a decir todos los días de la semana o los meses con sus estaciones correpondientes, contábamos... Nuestra profesora se llamaba Manoli y nos dió clase durante nuestros 3 años de parvulario, por lo que le cogimos mucho cariño.
  
   En los recreos siempre jugábamos al escondite, al pilla-pilla, o nos inventábamos nuestras propias bodas, con curas y todo. Como teníamos media hora de recreo, a veces nos aburríamos de jugar a estas cosas, porque éramos demasiado mayores para esos juegos y decidíamos ir a clase a coger algún juguete que habíamos traído o de los que estaban ya en el aula, aunque no pudiéramos entrar mientra estábamos en el recreo. Esto último convertía el entrar en clase durante el recreo en una de las avebturas más arriesgadas que podían existir en el mundo. Siempre planificábanos cómo entrar sin que se nos viese, pero al final nos pillaban cada vez que lo intentábamos, aunque casi nunca nos castigaban. En clase éramos veinticinco, y sólo seis niñas, así que las trastadas más grandes las hacían los niños, por lo que nosotras nos librábamos con facilidad de los castigos.

   La verdad es que no recuerdo mucho más sobre el colegio hasta los cursos de primaria, pero tengo una cosa bien clara: Nos mandaban menos deberes que ahora, y teníamos que trabajar bastante menos.